Ella era pura seducción, era puro desconcierto. Eso le generaba a él, lo confundía, como una pregunta vital que no tiene respuesta.
Era un abismo hacia lo más oculto de su ser y todavía no lo había podido vislumbrar.
Fue mirarla y redescubrir un universo desconocido para los mortales, pobres soñadores que tienen en sus pensamientos tratar de tomar un poquito de esa divinidad.
Juan miro a Valeria de esa forma y nada volvió a ser lo mismo, la mirada cruzando el aire y tajeándolo a cada instante hasta llegar a sus ojos que lo cazaron peor que un disparo en medio de la cabeza.
Cada palabra que exhalaba era un paso más a la perdición, esa incontrolable e inminente perdición a la que todos los seres llegan cuando se enamoran de algo no terrenal.
Juan se preguntó cómo podía tener el privilegio de nacer en el mismo lugar y el mismo tiempo para conocer a Valeria, no sabía que ella había vivido siglos.
Lo que él pensó que fue un milagro después sería una maldición porque esos ojos no pueden olvidarse con el tiempo, porque este no existe en ellos.
Como un vino de sabor fuerte, ella se apoderó de su lengua de forma tal que ya no pudo probar ningún gusto, ella y su maldita perdición, sus besos que sonrisa a sonrisa se hacían parte de un cielo que nunca había visto. Lo difícil de ver el cielo vivo es que no hay nada en esta tierra que se le parezca, esa eterna divinidad.
Descubrió que no hay edad ni tiempo para el amor, entendió que ella no podría acompañarlo siempre, porque no encontró el cielo en él. Acaparó el dolor todo para él, así de esa forma, ella tal vez, no sufriría.
Se encontró sin quererlo con la maldición de sus besos y caricias, tocó su piel y se quemó, ya nunca sentiría nada igual, ni siquiera parecido, a ese templo de felicidad que le provocaba el besarle la sonrisa, y abrazarle hasta el alma.
Era un abismo hacia lo más oculto de su ser y todavía no lo había podido vislumbrar.
Fue mirarla y redescubrir un universo desconocido para los mortales, pobres soñadores que tienen en sus pensamientos tratar de tomar un poquito de esa divinidad.
Juan miro a Valeria de esa forma y nada volvió a ser lo mismo, la mirada cruzando el aire y tajeándolo a cada instante hasta llegar a sus ojos que lo cazaron peor que un disparo en medio de la cabeza.
Cada palabra que exhalaba era un paso más a la perdición, esa incontrolable e inminente perdición a la que todos los seres llegan cuando se enamoran de algo no terrenal.
Juan se preguntó cómo podía tener el privilegio de nacer en el mismo lugar y el mismo tiempo para conocer a Valeria, no sabía que ella había vivido siglos.
Lo que él pensó que fue un milagro después sería una maldición porque esos ojos no pueden olvidarse con el tiempo, porque este no existe en ellos.
Como un vino de sabor fuerte, ella se apoderó de su lengua de forma tal que ya no pudo probar ningún gusto, ella y su maldita perdición, sus besos que sonrisa a sonrisa se hacían parte de un cielo que nunca había visto. Lo difícil de ver el cielo vivo es que no hay nada en esta tierra que se le parezca, esa eterna divinidad.
Descubrió que no hay edad ni tiempo para el amor, entendió que ella no podría acompañarlo siempre, porque no encontró el cielo en él. Acaparó el dolor todo para él, así de esa forma, ella tal vez, no sufriría.
Se encontró sin quererlo con la maldición de sus besos y caricias, tocó su piel y se quemó, ya nunca sentiría nada igual, ni siquiera parecido, a ese templo de felicidad que le provocaba el besarle la sonrisa, y abrazarle hasta el alma.
El maldito olvido no llegó jamás a su mente, no pudo sentirse así con nadie más. No pudo dejarse llevar, no pudo sonreír con tanta realidad.
¿Cómo haría para olvidar tan terrible infierno que se generaba al rozar su piel?
Pero como el humo que sale de una boca, ella se escapaba a cada suspiro, y en cada suspiro el perdía un poco más su fe.
La miró irse y la vio llorar, la vio morir y resucitar sin memoria de lo vivido. Era él, algo lejano de algún tiempo que Valeria ya no recordaba, una mirada que ya no estaba cargada de amor, ni de tristeza, una mirada que ya no era nada. Pero Juan seguía mirando su alma cuando hablaba y su memoria no fue borrada. Juan ya no pudo dormir porque no quería soñar.
¿Cómo haría para olvidar tan terrible infierno que se generaba al rozar su piel?
Pero como el humo que sale de una boca, ella se escapaba a cada suspiro, y en cada suspiro el perdía un poco más su fe.
La miró irse y la vio llorar, la vio morir y resucitar sin memoria de lo vivido. Era él, algo lejano de algún tiempo que Valeria ya no recordaba, una mirada que ya no estaba cargada de amor, ni de tristeza, una mirada que ya no era nada. Pero Juan seguía mirando su alma cuando hablaba y su memoria no fue borrada. Juan ya no pudo dormir porque no quería soñar.
Él quería ser de su mundo pero solo logro que ella lo sea, él quiso ser su cielo pero no pudo llegar a tan hermoso paraíso.
Tuvo que aprender a guardar su memoria en un frasco y su corazón en la tierra para poder vivir sin ella, esa normalidad era una ilusión que estaba por reconocer.
La espero, tanto la espero que se transformó en árbol para darle a otros el aire que él ya no podía respirar.
Perdiéndose fue que se encontraron, porque ella ahora escribe y dibuja sus sonrisas e historias bajo la sombra que da un árbol. Aprendió que amar era incondicional, entrega y no intercambiable por lo que haga otra persona. Juan solo quiso cuidarla, darle su sombra y el aire para que pueda respirar y escribir su propia historia.
Tuvo que aprender a guardar su memoria en un frasco y su corazón en la tierra para poder vivir sin ella, esa normalidad era una ilusión que estaba por reconocer.
La espero, tanto la espero que se transformó en árbol para darle a otros el aire que él ya no podía respirar.
Perdiéndose fue que se encontraron, porque ella ahora escribe y dibuja sus sonrisas e historias bajo la sombra que da un árbol. Aprendió que amar era incondicional, entrega y no intercambiable por lo que haga otra persona. Juan solo quiso cuidarla, darle su sombra y el aire para que pueda respirar y escribir su propia historia.